Pese a que a menudo son catalogados como seres solitarios por buscar en el mundo virtual un escape de la realidad, algunos jugadores apreciamos el placer de compartir nuestra pasión con otros. Sin embargo, buena parte de las generaciones recientes ha encontrado un muro de auténtica incomprensión, empezando por su propia familia, en lo que quizá sea un fenómeno que esté viviendo sus últimos años.
Recuerdo el momento en que mi madre me compró mi primera consola yo tenía 12 años. Mi papá estaba aterrado; pensaba que los videojuegos destruirían mi vida académica y que viviría enajenado toda la adolescencia. Al margen de sus inquietudes, recuerdo también que esa primera tarde, la pasé solo, jugando hasta la media noche, mientras mis padres veían la televisión en el cuarto contiguo. Fue uno de los momentos más alegres y al mismo tiempo, solitarios de mi vida, y como esa tarde vinieron muchas otras.
De vez en cuando, mi mamá, mi papá o algún tío se acercaban para ver de dónde provenía el alboroto, los gritos de gol o los disparos. En ese instante me sentía como un pavorreal que quería mostrar sus mejores plumas al resto del grupo, sólo que en mi caso era sin éxito.
Mis intentos por explicar a mis mayores por qué un juego era mejor que otro, en qué consistía el realismo, la jugabilidad o simplemente la diversión de lo que hacía, resultaron inútiles, y no pasaba mucho antes de que terminaran cabeceando en el sillón de mi habitación, mientras yo veía con tristeza que, pese a mis mejores esfuerzos, ese muro generacional nuevamente se levantaba frente a mí.
Éste no es precisamente un trauma, después de todo, los juegos se convirtieron en mi pasión con o sin el respaldo de mi familia, y claro, a veces los amigos llegaban a eliminar, aunque fuera momentáneamente, esa sensación de auténtica segregación. Pero por otro lado, mentiría si les dijera que no me hubiera dado un gusto enorme compartir mi amor por esta forma de entretenimiento con mis familiares más cercanos.
A la fecha, tocar con ellos ese tema es como hablar en otro idioma. Su mejor intento por involucrarse en ello fue Tetris. De cualquier forma, me alegraba enormemente ver a mis padres competir por el mejor puntaje en un GameBoy y ese es el único recuerdo genuino que tengo de ellos participando en los videojuegos activamente.
Después vino la frustración. La secundaria la pesé virtualmente recluido en las consolas y mi madre, en particular, comenzó a lamentar quizá con algo de razón― haber comprado una consola. El hecho es que poder comunicarme con ellos en el ámbito de los pixeles se hizo cada vez más difícil.
A veces recibía un desanimado ¡Ah sí, cada vez lucen más como en la vida real! o un Pues yo lo veo igual que los demás, como retroalimentación para mi entusiasmo por un NBA 2K o un Medal of Honor. Eso era todo.
Por curioso que pueda parecer, quizá fue mi abuela quien más entusiasmo demostró al ver los videojuegos, pues su añeja mirada, misma que con asombro contempló la televisión en blanco y negro en algún momento, genuinamente era incapaz de distinguir entre un jugador de futbol virtual en World Cup 98 y uno de la vida real. Era cuando le decía que se trataba de un juego, que se maravillaba con los alcances de la tecnología.
Estoy seguro de que, como yo, hay muchos otros de mi generación o incluso más jóvenes, que entienden a qué me refiero. A diferencia de otros textos, en este caso no pretendo promover una acción específica o provocar algún cambio, sencillamente quiero hablar de cómo viví la barrera generacional que separó a muchos jugadores de sus familias, concretamente de sus padres. La razón de esto no fue la maldad o el fallo en alguna de las tareas de estos últimos, sino que el videojuego terminó siendo algo completamente ajeno a ellos.
Comentarios
Mejores
Nuevos