Estaba Raúl en la escuela cuando se acercó un cabrón por detrás y le dio un zape tan fuerte en el cuello que se lo dejó rojo. Mientras hacía lo posible para tolerar el dolor, todos los niños que estaban cerca se rieron como pendejos, disfrutando la penuria ajena como las hienas prepúberes que eran. Raúl se dio la vuelta y vio al responsable. No tuvo tiempo de hacer mucho más, pues justo en ese momento entró el profe de matemáticas, y todos se sentaron y callaron.
Lo marcó con la mirada.
Algunas horas después, en el receso, se acercaba lo más silenciosamente posible por detrás. Estaban enfrente de la cancha de fútbol, y hubiera sido imposible que lo escuchara, con todo el barullo. En su mano derecha llevaba el instrumento de su sagrada retribución: una liga gruesa e industrial, firmemente estirada entre sus dedos índice y pulgar.
Antes de que nadie se diera cuenta de nada, con la rapidez de un águila cayendo sobre su presa incauta, puso los dedos sobre su cuello y estiró la liga tanto como le fue posible, y la soltó. Pasó en menos de medio segundo. El golpe de la liga sonó como un látigo, y al mismo tiempo, el cabrón ese se paró, retorciéndose del dolor y gritando al cielo como el marica de mierda que era. Raúl sonrío. Le dio un nombre a su liga: La Liga de la Justicia.